EL VIAJERO


                          



Está en la sala familiar, sombría, 
y entre nosotros, el querido hermano 
que en el sueño infantil de un claro día 
vimos partir hacia un país lejano.

Hoy tiene ya las sienes plateadas, 
un gris mechón sobre la angosta frente, 
y la fría inquietud de sus miradas
revela un alma casi toda ausente. 

Deshójanse las copas otoñales 
del parque mustio y viejo. 
La tarde, tras los húmedos cristales,
se pinta, y en el fondo del espejo.

El rostro del hermano se ilumina 
suavemente. ¿Floridos desengaños 
dorados por la tarde que declina?
¿Ansias de vida nueva en nuevos años? 

¿Lamentará la juventud perdida? 
Lejos quedó -la pobre loba- muerta. 
¿La blanca juventud nunca vivida
teme, que ha de cantar ante su puerta?
¿Sonríe el sol de oro 

de la tierra de un sueño no encontrada;
y ve su nave hender el mar sonoro, 
de viento y luz la blanca vela hinchada? 

Él ha visto las hojas otoñales, 
amarillas, rodar, las olorosas
ramas del eucalipto, los rosales
que enseñan otra vez sus blancas rosas 


Y este dolor que añora o desconfía 
el temblor de una lágrima reprime,
y un resto de viril hipocresía
en el semblante pálido se imprime. 

Serio retrato en la pared clarea 
todavía. Nosotros divagamos. 
En la tristeza del hogar golpea 
el tictac del reloj. Todos callamos.


Antonio Machado

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